Pocas cosas me conmueven tanto como el vínculo entre dos seres, padre e hijo. Trasciende todo. A tí podría unirme un amor, que no deja de ser sincero pero se apoya en otras cosas. Amo tu cuerpo, me atrae tu belleza y me llenan tus olores, amo tu experiencia que se refleja en tu caminar, en tu forma de pensar y en las cosas que dices. Mi amor por tí no deja de ser sincero pero se fundamenta en lo que eres. Pero ¿qué es eso que puede atarte tan estrechamente a otro cuando ese fundamento no está? Ha de ser amor puro, las madres aman, aman profundamente, pero hay algo en el proceso de gestación que hace que ese nuevo ser no sea realmente nuevo, es innegable que es una parte de ella que salió al mundo para crear un nuevo camino.
Pero un padre carece de eso, el vínculo físico es infitesimalmente pequeño y sin embargo ahí está. El amor se ha vuelto el reflejo de un interés, nace de lo físico (en algunos casos de lo ideológico cuando las personas no se han visto) y se apoya en otras cosas. ¿Podría llamarse entonces amor a aquél vínculo entre un padre y un hijo? ¿Amor? Una palabra que en usos y desusos ha perdido su enorme significancia, pero no su poder para vender.
Algunos dirán, y con razón, que ese fondo está en el ideal de transmitir los genes. En el inconsciente (o tal vez consciente) deseo del padre de alcanzar la inmortalidad a través del paso de su material genético a futuras generaciones que, con suerte, perpetuarán la cadena. Y sí, puede ser el caso, pero ¿no vemos acaso ese vínculo fuerte en padres e hijos adoptivos?
viernes, 21 de noviembre de 2008
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